jueves, 19 de abril de 2018

Vacaciones en La Manga del Mar Menor


     Mi romance con La Manga partió de unas vacaciones que disfruté en un hotel de la zona hace ya algunos años. En primera línea puedes oír el sonido de las olas, con la sensación de que están meciéndote. Quedé prendado del lugar. Tanto… que al año siguiente ya estaba buscando casa para el verano. Una casa modesta rodeada de pinos. Con un jardín de reducido tamaño, pero suficiente para estirarse en el césped y contemplar esas maravillosas estrellas que forman parte de nuestra galaxia. Una visión nítida y clara que solo se disfruta, alejado de focos de polución como son las ciudades. La mejor terapia que puedo encontrar para relajarme.
   Lástima que este verano estamos teniendo una plaga de insectos que parecen salidos de una película de terror, de dimensiones desorbitadas. Uno de esos bichejos está intentando entrar por la ventana de la cocina y yo no estoy por la labor de permitírselo. El año anterior se coló un avispón con la pretensión de hacer el nido justo al lado del calentador. ¡No, si tontos no son! Nos dio faena echar al pretendido okupa. A éste que entra le atizo con fuerza con la mano un tanto confundido. Ha quedado tocado. Se arrastra y retuerce por la superficie de la mesa. Y entonces me doy cuenta de que es una libélula, un caballito del diablo como le llamaba de niño.

   En ese tiempo vivíamos en Gavá. En una casa tan cercana al campo que solo contaba con una acera. El otro lado se componía, de un terreno poblado de algarrobos hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos, aunque no mucho, un pequeño altozano denominado Cal Amor. Esta pequeña montaña para mí era como una fortaleza encantada, donde encerraban doncellas secuestradas. Los algarrobos en sí, presentaban troncos y ramas retorcidas y grandes oquedades donde ocultarme de “mis enemigos”. En sus deformadas ramas y tronco yo sacaba a pasear mi imaginación. Para un niño con fantasías desbordadas era la mejor fuente de inspiración. De allí salían castillos, tronos y princesas a las que rescatar, y temibles gigantes. En una pared de tierra un tronco había adoptado forma de caballo. Una parte de aquel árbol crecía en horizontal y yo lo utilizaba como montura. Aquel lugar se convirtió en “mi reino”. A lomos de aquel magnifico corcel, unas veces caballero y otras rey, rescataba doncellas e impartía justicia. Cuando surgía la vena musical entonaba melodías del momento aferrado a las ramas, convirtiéndome en una mezcla de caballero-rey-trovador.

  Mi padre me observaba desde la puerta de casa, sentado en una silla con el respaldo apoyado a la pared y las patas delanteras en alto. Me advirtió sobre el peligro que suponía meterme en los huecos. Para un niño de diez años, la palabra peligro o precaución formaba parte del vocabulario que quiere ignorar. Con ese acento que aún conservaba del pueblo murciano de donde éramos originarios me dijo:

— ¿No sabe que eso agujero pueden cobijá toda suerte de bicho? —me miró un instante mientras liaba un cigarro.

—¿Bichos? —Pregunté yo apartándome rápido del árbol más cercano—. ¿Y qué bichos puede haber ahí?

—Por ejemplo, lagartos. Y puede que alguna serpiente. —Abrí un tanto más los ojos de lo que ya los tenía.

—Paere, no me asuste.

—Te lo digo en serio Nicolás. Ten mucho cuidado.

  Lo cierto fue que mi afán por meterme en los huecos entró en conflicto con el miedo y les cogí respeto. Así fue como dirigí mi interés a las pobres libélulas. Para atraparlas bastaba con hacerse de tallos con hojas de los arbustos. El toque no debía ser muy agresivo sino no lo contaban. Se trataba de acercarse con cautela y dejar caer las hojas sobre ellas. Después se las cogía por detrás de la cabeza para eludir los bocados. ¿Con qué fin? Imagináoslo. Con el fin de atarles un hilo a la cola y usarlas como cometas.

   Vi hacer esto mismo cuando desde el pueblo vinimos a vivir al Pirineo, a la comarca de la Garrotxa, cuando solo tenía seis años. Allí no me encontraba tan solo. Con Julio me llevaba bien, en cambio los mellizos eran insoportables. Ellos fustigaban a las libélulas y Julio y yo caímos en la tentación del juego. Mi madre me reprochaba, al darse cuenta de lo que hacíamos.

—Nicolás. Cómo sois capace de tortura de esa manera a esos animalicos.

 Como dije, el acento murciano no lo habían perdido todavía, ni la costumbre de acabar en “ico” los diminutivos. Llevábamos fuera de nuestro pueblo, Molina del Segura, cerca de dos años.

—Maere, no les hacemos daño. Usted no se preocupe.

— ¡Virgen del amó hermoso! ¿Cómo no le vais a hacé daño? Sí el probe animalico, estira pa escaparse y lo único que consigue es apretá el hilo.

  Intentaba convencernos para que las dejásemos en paz. Mi madre no se podía entretener mucho. Cargaba en la cabeza un balde de ropa recién lavada y todavía tocaba extenderla en los matojos y hierbas altas. Del pueblo vinimos a la Garrotxa, al pueblo de Tortellá. Mi padre trabajaba con las cuadrillas que hacían las carreteras que conocemos hoy, que antes de esos tiempos no existían. Por la noche mi madre, después de acostarme, se dedicaba a coser alpargatas de esparto, con cintas que se ataban a las piernas, típicas del lugar.

  Veo a la libélula arrastrándose y retorciéndose en la mesa y ahora entiendo a mi madre. Me pregunto cómo podía ser tan cruel de niño, y ahora no puedo soportar su sufrimiento. Me debato en dudas. No sé qué hacer. Sí acabar con su agonía con un golpe, o dejarle tiempo para ver si se recupera…
 
   Conocí a Blas en aquel primer verano que disfruté aquí en la Manga. Me aleccionaba sobre la necesidad de respetar las especies. Flora y fauna y la tierra misma, formaban una simbiosis renovadora. Me explicaba con aire trascendente.

—Nicolás, al planeta hay que darle tiempo. El mismo tiempo que se desplaza lento al esperar algún beneficio. Yo intenté cumplir con mi parte. Como patrón de una embarcación de pesca, me remití a la normativa que entonces era escasa. Llevando a cabo capturas razonables. Al principio, cuando éramos jóvenes y briosos, tuve enfrentamientos con otros patronos, en especial con Martín y siempre por el tema ecológico. Martín colocaba las redes a quince o veinte metros de la playa. Con este sistema se ponía de manifiesto la cantidad de peces jóvenes que quedaban atrapados en las redes. Yo me daba una vuelta por el espigón y rajaba las redes para que los peces salieran. Estuvimos varias veces prontos a las manos.

   Escuchar a Blas me hizo volver a mis recuerdos. Yo hasta entonces, no me había pegado con nadie y en Molina pasaba por blando. En los altercados con otros niños yo salía perdiendo. Me presentaba en casa sangrando a menudo. Mi padre por entonces trabajaba en el campo, mi madre en la conservera.
  Para los que trabajaban en el campo era bastante duro. Un sistema vergonzoso. Los parados se reunían en la plaza, y allí los capataces los elegían literalmente a dedo:

—Tú, tú, tú y tú. Venid conmigo.

  Y un día que los demás niños me tocaron las narices de las dos maneras posibles: Física y Psíquica, me revolví con puños y dientes apretados, propinando golpes. No sé qué me pasó…no escapé ileso, aunque salí digno. En aquella ocasión no fui el único en recibir.

  Blas continuaba explicándome el carácter de Martín. Sentados en el espigón cercano a la estación.

—Martín de niño, se comportaba como el típico matón. Los otros niños le temían. Era pendenciero. De naturaleza rebelde y belicosa, mantenía a sus padres desesperados en jaque. Siempre dispuesto en hacer lo que le viniese en gana. Ejercía de mafioso. Los demás niños tenían asimilado que si se acercaba, tenían que cederle el sitio. Más tarde puso las miras en Mercedes, Antón, abuelo de Mercedes no permitía la relación. No lo quería para su nieta, conociéndole. Martín la amenazó con agredir a Antón si se interponía. El abuelo que tuvo que superar la muerte de su hijo y nuera, se vio de pronto, al cuidado de una niña de cinco años. Lo que le llevó a replantear su vida. Dejó el juego y la bebida y se dedicó enteramente a su nieta. Un hombre jovial como pocos, con afición a los refranes, Antón no dialogaba, “refraneaba”. Resumiendo… Martín violó a Mercedes, y Antón le dio muerte.

  He vuelto como cada año a la Manga. Este lugar me gusta, aunque este año esté plagado de insectos. Y aquí me tenéis, contemplando la inmovilidad de la libélula. Su cuerpo ha quedado varado en una postura grotesca. Todo el encanto de este lugar no proviene tan solo de los paisajes.Tampoco de las aguas tranquilas y los barquitos con sus velas blancas. El principal atractivo de este lugar, proviene de la amistad de Blas. Este viejo lobo de mar, que me cuenta historias asombrosas e irreales, que enganchan. De fuerte constitución, a pesar de su pelo y barba blanca, su fortaleza se hace patente… aguanta bien las caminatas.
 
  Sus historias no cesan. Solo que desde hace un tiempo hace pausas largas, mira las gaviotas, se hace el distraído. Creo que este viejo zorro me ha tomado la medida. Yo diría que espera que atraído por esas narraciones que ahora parece estar dando por entregas, se asegura mi vuelta cada año a este lugar. A la cita con el narrador. También yo tengo una historia que contarle a mi buen amigo, al ecologista, al defensor de criaturas diversas.
   Hoy he acabado con la agonía de una libélula que sufría… ¡de un zarpazo! No sé cómo se lo voy a decir…




Auri García.      

















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