jueves, 27 de febrero de 2020

ARACELI MORETÓ y la precocidad de la artista


SE ARMÓ EL BELÉN

     Montsita vivía en un pequeño  pueblo, tranquilo y cotidiano,  de calles amplias y cuidados jardines.
     Su casa era una modesta vivienda ubicada al fondo de un gran terreno que se utilizaba como huerto en casi su totalidad. Montsita, a veces, se acercaba a su abuelo para ayudarle a cavar, pero el abuelo le decía que no, que era muy pequeña para hacerlo. En el extremo opuesto de la casa había un pozo con su cubo de cinc colgado de un enorme gancho; de ahí su abuelita sacaba el agua para hacer la colada. A veces, se acercaba a su abuela y le decía:
-¿Puedo lavar la ropa yo también?
La abuela le contestaba que no, que podía mojarse el vestido y que, además, era muy pequeña. Entonces, Montsita se acercaba al montón de arena, de donde su papá llenaba sacos para venderlos y le preguntaba:
-¿Puedo llenar sacos contigo?
-No, respondía su padre, te puedes ensuciar, cuando seas mayor ya lo harás.
Luego quiso ir a jugar con su hermanito, pero era un niño tan llorón que enseguida se puso a berrear, con lo cual Montsita tuvo que alejarse antes de que alguien la regañara.
María, su mamá, estaba en el cuarto de pinturas. Desde hacía un tiempo pintaba figuritas de pesebre. Aquella habitación era para Montsita como una sala mágica. Deseaba que su madre la dejara estar allí con ella, contemplando cómo le pintaba los ojitos al niño Jesús, cómo decoraba la cunita con aquel color paja, o cómo realzaba el manto de la Virgen, con aquel azul nacarado. Luego, San José, las mulas, los bueyes, los reyes Magos y algún que otro camello, se iban sucediendo por turnos en aquella gran tabla de aglomerado, apoyada sobre unas viejas y oxidadas patas metálicas. Encima de la mesa y centrado en el techo, un candil, colgado de un alambre retorcido, alumbraba los días más oscuros. Aquellos nublados días de otoño en los que el color gris lo desluce todo. En días claros el candil no se encendía. Las cortinas de color ámbar, colocadas con dos cáncamos sobre la ventana, hacían de lupa y filtraban la luz solar hacia el interior, dando al cuarto un aspecto de aurora boreal. Las figuritas, entonces, adquirían unas tonalidades que rozaban lo divino, y las minúsculas salpicaduras de pintura, dibujadas por los pinceles cuando se revolvían en manos de su madre, aparecían luminosas como pequeños estucados multicolores.
En la pared frontal, un sin fin de cajitas amontonadas aguardando su turno, se distribuían a lo largo de unos estantes repartidos a diferentes niveles.
Bajo la mesa, se disputaban el suelo todos los botes de pintura meticulosamente seleccionados por colores. Había tantos que, a veces, a María no le cabían los pies cuando se sentaba en aquella silla de mimbre medio deshilachada.
Montsita pidió a su mamá que la dejara ayudarla.
Mamá le contestó que no, que era muy pequeña y que no sabía hacerlo.
Montsita estaba harta... nadie le hacía caso. Y, por si fuera poco, nadie la quería desde que había nacido su hermanito. Solo le miraban a él. Ahora le estaban saliendo los dientes, mientras que a ella se le estaban cayendo. Y, para postre, cada vez que se le caía uno, le decían que si había dicho alguna mentira... En cambio, si su hermanito alguna vez no mojaba la cama por las noches, todos lo celebraban . Ella hacía tiempo que se levantaba seca cada mañana y nadie se daba cuenta.
    Montsita estaba confundida. Si comía con los dedos, o gateaba por el suelo, o berreaba, como su hermano, los mayores le decían que era demasiado grande para eso. Y sin embargo para lo demás era demasiado pequeña.
Un día, a la hora de la siesta, se levantó sigilosamente. Fue hacia el salón dando pequeños pasos a través del pasillo. No había nadie. Mamá habría salido a comprar pinturas como de costumbre. Papá estaría a esas horas en la fábrica curtiendo pieles. Se asomó a la ventana y vio a su abuelo cavando el huerto con un enorme azadón. Al otro lado estaba su abuela sacudiendo una extensa sábana blanca en el lavadero. Piter, un gran perro lobo que ya formaba parte de la familia, andaba holgazaneando en el zaguán.
 -Esta es la mía, pensó.
Fue a la sala de pinturas, cerró la puerta y se puso la bata de su mamá. Las mangas le colgaban y le arrastraban por el suelo y se las arremangó como pudo. En la mesa había un montón de cunitas esperando ver nacer al niño Jesús. Entonces cogió la cajita de niños y les pintó los ojitos como había visto hacer a su madre. Los colocó uno a uno en sus cunitas y contempló su hazaña satisfecha.
 Inesperadamente,  Piter, desde la parte trasera del patio, asomó su gran cabeza por la ventana, la abrió de un gran empujón y, de un salto, entró al interior. La niña, asustada, intentó que el perro saliera, pero cuanto más lo intentaba, más se agitaba el animal, que iba de un lado a otro del cuarto, olisqueando todos los botes de pintura y ensuciando suelos, paredes y todo cuanto se le cruzaba por delante.
Luego, después de la travesura, agachó las orejas, escondió el rabo entre las patas y, de un salto, volvió a salir por la ventana.
Montsita lloraba desconsolada:
-Ahora sí que me van a regañar, se decía
Mamá la encontró detrás de la puerta, escondida y  abatida, y la reprendió fuertemente.
Entonces alargó la mirada hacia la mesa y vio que le habían salido los ojitos al niño Jesús.
- Los he pintado yo mamá, y no he ensuciado nada. Ha sido Piter, que ha entrado y....
Mamá se abrazó a su hija y le dijo:
-Me has dado una lección. Tú querías ayudarme y no te dejé, por eso lo has hecho tu solita. Además lo has hecho muy bien. A partir de ahora, me ayudarás siempre que quieras.
Desde aquel día, Montsita, ayudó a su mamá a pintar, a su abuelito a recoger los tomates en el huerto, a su abuelita a frotar la ropa en el lavadero y, con un palita de plástico, llenaba los sacos de arena con su Papá.
Y en la contrapuerta del cuarto de pintar, a modo de recordatorio, con grandes letras nacaradas  alguien había escrito:            
                                POR PEQUEÑO QUE SEA UN NIÑO
                                 SIEMPRE PUEDE SORPENDERTE

Araceli Moretó.


1 comentario:

  1. un cuento precioso Araceli, nos recuerda, todas las veces que no teníamos paciencia para dejar que nuestros niños nos ayudaran. Teníamos mucha prisa sí, pero el tiempo que se podía perder, no es comparable a la desilusión que se puede crear en un niño.
    Felicidades por tan bonito cuento.

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