César
Manrique, agoniza deseando que la enfermedad acabe con su sufrimiento. En pleno
delirio nota a su mujer muerta sentada a los pies de la cama. Guadalupe le
habla, le calma, le anima a abandonar el mundo terrenal, y que la acompañe al
más allá. El recuerdo de él, siempre fue para esta mujer y la hija a la que no
llegó a conocer hasta pasados bastantes años. A Lupe la tuvo que dejar hacía
mucho tiempo, en aquel momento embarazada y sin fuerzas, en aquella cabaña entre
montañas, en plena tormenta de nieve. No hubiese aguantado bajo aquel temporal
de frío y rachas de viento. Aquella familia la acogió y él la dejó allí porque
temía por su vida.
César por entonces, apenas superados los
treinta, tenía en mente buscar un sitio donde establecerse. Fundador de este
pueblo que lleva su nombre; Manrique. Tuvo suerte en la extracción de oro del
rio Hondo, fundamentado en si lo sobrevolaba el cuervo con sus graznidos y los
vuelos circulares sobre el rio, vinculados certeramente a un hallazgo. Estas
aves parecían conciliar su presencia con la buena suerte en el descubrimiento de
pepitas. César errado, creyó que era suficiente con la presencia de este
córvido. Acabó atrapando uno y metiéndolo en una jaula. Cada cuadrilla se hizo
con uno bajo sus órdenes. Para cuando fue a darse cuenta, que lo que realmente
hacia posible la localización de este metal valioso, era sus tonos dorados, que
estos animales captaban en la retina sus destellos, era tarde.
En cautividad
mostraban signos de estar débiles. Se atrofiaron sus alas y cuando mandó
soltarlos ya no podían levantar el vuelo. Vivían como gallinas picoteando el
suelo en los patios, dando una versión nueva de gallinas negras. Valiéndose de
los cuervos no mutados hizo una fortuna y tomó las riendas de la ciudad. Le dio
otro aire a sus casas, con calles anchas por donde pasar los carruajes. Era
arrogante y cruel. Él en su soberbia y vanidad, no podía ser el magnate de un
pueblo miserable. Las gentes vivían a la sombra de su autoridad, observando su
ley y mandato, que él y su familia convertían en una carga y un abuso de poder.
A Rosario la aceptó tras muchas tentativas
infructuosas de querer encontrar a Lupe. Guadalupe, con la que se casó fue el
único amor de su vida. Con Rosario el trato era bastante frío. El aliciente
para César era poder contar con una larga descendencia. Tuvieron siete hijos.
Dependiendo de si a la hora del parto cantaba el gallo negro, lo que suponía
que era niño. En cinco ocasiones cantó el gallo, y las otras dos permaneció
ajeno a la cuestión.
Sus
días transcurrían llenos de amargura y remordimientos. Aún ahora cercano a la
muerte, la espina que lleva clavada, no le deja descansar. El perdón que no ha
conseguido de su hija. César dio por perdidas a su mujer y a su hija, cuando
fue a buscarlas tras haberse establecido. La cabaña estaba en silencio, no
salía humo de la chimenea y cuando inspeccionó el interior, con las hormigas adueñándose
de la vivienda, ofrecía el aspecto de abandono.
Mariela con su madre muy enferma, no vaciló
en recabar noticias sobre el paradero de su padre. Las cuadrillas, como todas
las demás a las órdenes de los Manrique en la extracción de oro, faenaban en la
parte baja junto al pueblucho de Corrientes, le ofrecieron detalles precisos
sobre la ciudad y la hacienda en lo alto de la colina. A lo largo del cauce del
rio Hondo advertidos por los cuervos en sus giros se conseguía un gran
beneficio. Pero ya no se trabajaba como antes. Los esbirros de los Manrique vigilaban
de cerca con sus escopetas apuntando y los trabajadores tenían que contentarse
con el ínfimo sueldo que recibían y renunciar a una pequeña compensación que
antes les incentivaba, en forma de pepitas de oro.
Su hija
fue a la lujosa ciudad de Manrique en su búsqueda. El encuentro fue frío, falto
de emoción por parte de Mariela. Le habló de la gravedad de su madre, de las
malas condiciones en las que vivían. Le dejó bien claro, que estaba allí por
ella. Del estado de Guadalupe también culpaba a su padre, por el viaje que se
vieron obligados a hacer en plena tormenta. César observó su frialdad que le
produjo hondo pesar, unido al remordimiento. Su hija no podía comprender en la
disyuntiva que se vio inmerso, al dejar a Lupe con aquella familia.
—¡No hay tiempo que perder! —expresó alarmado.
Dio órdenes
para acondicionar un carruaje al que añadieron un mullido colchón de plumas y
toda clase de telas. Apremiando al servicio, dando órdenes a los mozos para que
prepararan los caballos. Se hizo acompañar por seis jinetes engalanados en
montura blanca, seis corceles azabaches de tiro y el carruaje jalonado de
flores rojas y blancas. Aquello más parecía
un cortejo nupcial. La comitiva se puso en marcha y entraron en Corrientes, un
poblado en estado lamentable rio abajo, abandonado de la mano de Dios, donde se
refugiaron Mariela y su madre al ocurrir la avalancha en la montaña.
Las instaló en una mansión de lujo y
acogedora cerca de su hacienda. El servicio aleccionado para que no les faltara
de nada. Disponían de medicamentos novedosos y de los más relevantes doctores
de la comarca. César y Lupe se amaron a pesar de la distancia y fue renovado el
sentimiento en la cercanía. Y cuando Lupe comenzó a escupir sangre, ya perdida
la esperanza, sabiendo que Mariela nunca perdonaría a su padre, le rogó a su
hija:
—No me entierres en losa, hazlo
en tierra… ¡Júramelo!
Su hija, llorando con desconsuelo asintió.
Lupe no llegaría a la primavera. Su vida se extinguía como la llama del cirio
que no le queda ya nada por quemar. Mientras duró la agonía, su espíritu salía
del cuerpo al que abandonaba en el lecho en un viaje astral. Se la veía vagar
por los aledaños del cementerio perteneciente a la casa, y volver con los dedos
cubiertos de tierra. Mariela que adoraba a su madre, con amor y paciencia le
extraía la suciedad de las uñas. Fue enterrada como pidió, en tierra blanda y
húmeda.
Los cuervos no tardaron en tomar represalias.
El encierro de alguno de ellos se les antojó un ultraje y una ingratitud a su
colaboración, por no decir la salvajada de abrirlos en canal para ver si
llevaban oro en el buche. Vana idea. La atracción que ejercía el brillo dorado,
no pasaba de una señal sofisticada sobre su ubicación. Llegaron por bandadas en
un número que aumentaba cada día. Envenenaron el agua dejando caer no se sabía
qué. Los habitantes de Manrique sufrían fiebres y fuertes diarreas. Apostados
en sitios estratégicos de la ciudad, formando una capa albina con sus plumas
blancas, trastocado el color en señal de protesta. No se fueron hasta que César ordenó abrir las
jaulas, liberando el último cuervo apresado.
Desde que César enfermara, Lupe le visita en
esencia, y espera paciente que él esté preparado para seguirle. Para él es un consuelo
contar con su aparición. Cuando por fin muere, ella lo acompaña a un lugar
donde descansar juntos. Un lugar que ella ha excavado con sus manos.
Mariela entregada al rencor contra su padre,
manda separarlos cada día. Cesar y Lupe merodean por el espacio inmediato
durante las horas de luz. En la noche vuelven a reunirse en el mismo lecho de
tierra, y Mariela tiene que rendirse sintiéndose impotente.
Tras la muerte de César, los hijos que tuvo
con Rosario… -El clan de los Manrique como todos los llamaban a sus espaldas-, empapelaron la ciudad con carteles que avisaban a los
habitantes, de la obligación de visitar la tumba cada primer domingo de mes.
Ese día las colas eran interminables, pues a falta de afecto, dominaba por todo
el pueblo el miedo. Así continuó hasta que los años y la distancia en el tiempo
y memoria, hicieron mella en los ya alejados descendientes por ambas partes.
Auri García