Sabadell, que nunca duerme
y amanece entre vapores,
es un pueblo laborioso,
sumido en un ajetreo
de gentío y de colores.
Gentes que llegan de lejos
a fabricar los tejidos,
que con mucha diligencia
muy pronto son adquiridos.
Unos que van, otros vienen,
las fábricas nunca cierran.
Entras, te pierdes, te engulle
ese ruido, te ensordece.
Esas máquinas gigantes
que tú tienes que cargar,
con esas mechas enormes
que apenas puedes llegar.
Al lado,
el ruido de los telares
es algo que te sumerge
en una baga neblina
que te abraza sin medida.
Todos llegan perfumados,
a su turno cada cual,
con ánimos al trabajo,
sin pensar en nada más.
Y van pasando las horas
con esa monotonía,
entre máquinas ruidosas
que se quedan tu energía.
Son horas que no se acaban,
que no llega el nuevo día,
con el cuerpo dolorido
después de estar doce horas.
Pero así es Sabadell,
generoso, laborioso,
reino textil del Valles,
muy acogedor también,
nombrado por sus tejidos.
Pero de este Sabadell
ya solo podemos ver
unas pocas chimeneas
y aquella torre del agua
que nos contempla orgullosa.