Quiero
mostrar mi respeto –con este poema- a algo tan importante en la vida de una
persona, como es su propia muerte.
EL ÓBITO
Se
apagó el sol. ¡Ya no veo!
Hados
eternos... ¡Venid!
¡En
la negrura rastreo!
¡Mi
raciocinio consciente
perdió
su postrera lid!
(Duerme
silenciosamente).
La
ruina se enseñorea
de
mi cuerpo. Y, en mi mente,
el
vacío se recrea.
¡No
existen odio ni amor
en
esta insólita aldea!
¿Qué
es el mundo sin su luz?
Largo
y negro corredor
camino
del cementerio.
Cada
persona, su cruz.
Cada
muerte, un duro viaje.
Cada
féretro, un misterio
con
su siniestro equipaje.
Los
portones de mi vía
se
han tornado en cautiverio.
(Están
-para mí- cegados).
Quien
-alegre- ayer reía,
tiene
hoy los labios sellados,
fríos,
rígidos, callados…
La
razón, y el pensamiento,
errarán
-lúgubre día-
en
inercia dilatoria.
Mi
mundo –en este momento-
gira,
sin pena ni gloria,
en
tan humilde aposento.
¡El
alma yace finada
y
dice “amén” a su historia,
cubierta
con tela oscura!
(Toma
un destino a la nada).
Ya,
sin proyección futura,
pronto
quedará olvidada.
Amasijos
de osamentas
acompañarán
mi estancia
-hieráticas,
truculentas-
en
infeliz circunstancia.
Sepulturas
purulentas,
mausoleos
y cipreses,
frías
noches, vermes, hierbas…
entre
el poblado y las mieses.
¡La
soledad infinita!
¡Y
sufrir penas acerbas
de
una guadaña maldita!
¿Cuántos
lloran por la muerte
del
familiar tan querido?
¿Cuántos
sienten una suerte
de
indiferencia y cumplido?
¡Ni
lágrimas ni lamentos!
¡No
quiero veros llorar
ni
sufrir –por mí- tormentos!
¡¡Dejadme
ya descansar!!