SE ARMÓ EL BELÉN
Montsita vivía en
un pequeño pueblo, tranquilo y
cotidiano, de calles amplias y cuidados
jardines.
Su casa era una
modesta vivienda ubicada al fondo de un gran terreno que se utilizaba como huerto en casi su
totalidad. Montsita, a veces, se acercaba a su abuelo para ayudarle a cavar,
pero el abuelo le decía que no, que era muy pequeña para hacerlo. En el extremo
opuesto de la casa había un pozo con su cubo de cinc colgado de un enorme
gancho; de ahí su abuelita sacaba el agua para hacer la colada. A veces, se
acercaba a su abuela y le decía:
-¿Puedo lavar la ropa yo también?
La abuela le contestaba que no, que podía mojarse el vestido
y que, además, era muy pequeña. Entonces, Montsita se acercaba al montón de
arena, de donde su papá llenaba sacos para venderlos y le preguntaba:
-¿Puedo llenar sacos contigo?
-No, respondía su padre, te puedes ensuciar, cuando seas
mayor ya lo harás.
Luego quiso ir a jugar con su hermanito, pero era un niño
tan llorón que enseguida se puso a berrear, con lo cual Montsita tuvo que
alejarse antes de que alguien la regañara.
María, su mamá, estaba en el cuarto de pinturas. Desde hacía
un tiempo pintaba figuritas de pesebre. Aquella habitación era para Montsita
como una sala mágica. Deseaba que su madre la dejara estar allí con ella,
contemplando cómo le pintaba los ojitos al niño Jesús, cómo decoraba la cunita
con aquel color paja, o cómo realzaba el manto de la Virgen, con aquel azul
nacarado. Luego, San José, las mulas, los bueyes, los reyes Magos y algún que otro
camello, se iban sucediendo por turnos en aquella gran tabla
de aglomerado, apoyada sobre unas viejas y oxidadas patas metálicas. Encima de
la mesa y centrado en el techo, un candil, colgado de un alambre retorcido,
alumbraba los días más oscuros. Aquellos nublados días de otoño en los que el
color gris lo desluce todo. En días claros el candil no se encendía. Las cortinas de
color ámbar, colocadas con dos cáncamos sobre la ventana, hacían de lupa y
filtraban la luz solar hacia el interior, dando al cuarto un aspecto de aurora
boreal. Las figuritas, entonces, adquirían unas tonalidades que rozaban lo
divino, y las minúsculas salpicaduras de pintura, dibujadas por los pinceles
cuando se revolvían en manos de su madre, aparecían luminosas como pequeños
estucados multicolores.
En la pared frontal, un sin fin de cajitas amontonadas
aguardando su turno, se distribuían a lo largo de unos estantes repartidos a
diferentes niveles.
Bajo la mesa, se disputaban el suelo todos los botes de
pintura meticulosamente seleccionados por colores. Había tantos que, a veces, a
María no le cabían los pies cuando se sentaba en aquella silla de mimbre medio
deshilachada.
Montsita pidió a su mamá que la dejara ayudarla.
Mamá le contestó que no, que era muy pequeña y que no sabía
hacerlo.
Montsita estaba harta... nadie le hacía caso. Y, por si
fuera poco, nadie la quería desde que había nacido su hermanito. Solo le miraban a él. Ahora le estaban
saliendo los dientes, mientras que a
ella se le estaban cayendo. Y, para postre, cada vez que se le caía uno, le
decían que si había dicho alguna mentira... En cambio, si su hermanito alguna
vez no mojaba la cama por las noches, todos lo celebraban . Ella hacía tiempo que se levantaba seca cada
mañana y nadie se daba cuenta.
Montsita estaba
confundida. Si comía con los dedos, o gateaba por el suelo, o berreaba, como su
hermano, los mayores le decían que era demasiado grande para eso. Y sin embargo
para lo demás era demasiado pequeña.
Un día, a la hora de la siesta, se levantó sigilosamente.
Fue hacia el salón dando pequeños pasos a través del pasillo. No había nadie.
Mamá habría salido a comprar pinturas como de costumbre. Papá estaría a esas
horas en la fábrica curtiendo pieles. Se asomó a la ventana y vio a su abuelo
cavando el huerto con un enorme azadón. Al otro lado estaba su abuela
sacudiendo una extensa sábana blanca en
el lavadero. Piter, un gran perro lobo que ya formaba parte de la familia,
andaba holgazaneando en el zaguán.
-Esta es la mía,
pensó.
Fue a la sala de pinturas, cerró la puerta y se puso la bata
de su mamá. Las mangas le colgaban y le
arrastraban por el suelo y se las arremangó como pudo. En la mesa había un montón de cunitas esperando ver
nacer al niño Jesús. Entonces cogió la cajita de niños y les pintó los ojitos
como había visto hacer a su madre. Los colocó uno a uno en sus cunitas y
contempló su hazaña satisfecha.
Inesperadamente, Piter, desde la parte trasera del patio,
asomó su gran cabeza por la ventana, la abrió de un gran empujón y, de un salto,
entró al interior. La niña, asustada, intentó que el perro saliera, pero cuanto
más lo intentaba, más se agitaba el animal, que iba de un lado a otro del
cuarto, olisqueando todos los botes de pintura y ensuciando suelos, paredes y
todo cuanto se le cruzaba por delante.
Luego, después de la travesura, agachó las orejas, escondió
el rabo entre las patas y, de un salto, volvió a salir por la ventana.
Montsita lloraba desconsolada:
-Ahora sí que me van a regañar, se decía
Mamá la encontró detrás de la puerta, escondida y abatida, y la reprendió fuertemente.
Entonces alargó la mirada hacia la mesa y vio que le habían
salido los ojitos al niño Jesús.
- Los he pintado yo mamá, y no he ensuciado nada. Ha sido
Piter, que ha entrado y....
Mamá se abrazó a su hija y le dijo:
-Me has dado una lección. Tú querías ayudarme y no te dejé,
por eso lo has hecho tu solita. Además lo has hecho muy bien. A partir de
ahora, me ayudarás siempre que quieras.
Desde aquel día, Montsita, ayudó a su mamá a pintar, a su
abuelito a recoger los tomates en el huerto, a su abuelita a frotar la ropa en
el lavadero y, con un palita de plástico, llenaba los sacos de arena con su
Papá.
Y en la contrapuerta del cuarto de pintar, a modo de
recordatorio, con grandes letras nacaradas
alguien había escrito:
POR PEQUEÑO QUE SEA UN NIÑO
SIEMPRE PUEDE
SORPENDERTE
Araceli Moretó.
un cuento precioso Araceli, nos recuerda, todas las veces que no teníamos paciencia para dejar que nuestros niños nos ayudaran. Teníamos mucha prisa sí, pero el tiempo que se podía perder, no es comparable a la desilusión que se puede crear en un niño.
ResponderEliminarFelicidades por tan bonito cuento.