Era
un rostro duro, de entrecejo fruncido marcado por la rabia y por el
resentimiento. Podía estar cercano a los cuarenta o quizá más. Caminaba
agachado, con el cuello y la cabeza casi oculta entre los hombros, como queriendo
esconder su talla. Pelo cano amarillento. Cara enjuta de la que sobresalían
pómulos y cejas. La nariz aguileña con un puente prominente. En contrapunto,
las cuencas hundidas conferían a su mirada profunda y oscura, un matiz airado
que estremecía. Las orejas demasiado pegadas a la cabeza, acabadas en punta,
hacían pensar sin poderlo evitar, en un gnomo, o mejor en un elfo por su talla
cercana al uno noventa. Presentaba la apariencia de un ser grotesco, resultado
de una excipiente evolución, o quizá el último en la creación, alterado por los
desechos de barro.
El
hombre, avanzaba por las calles mascullando entre dientes. Dando patadas a
diestro y siniestro, a todo lo que encontraba en el camino; ya fuese perro,
latas o flores. Parecía enfadado con el mundo. De pronto… creyendo que alguien
le seguía, se volvió increpándole…
—¡Oiga,
no me siga! —Hizo un gesto nervioso.
—No
le sigo. ¿Cómo se le ocurre?
—¡No!,
sí ya me los conozco yo a los de su calaña. Ha subido en la misma parada que yo
y no me ha quitado ojo en todo el trayecto. No ha mostrado intención de
bajarse, hasta que ha visto que me levantaba del asiento.
—Bueno…
Tampoco es extraño que le mirase, siempre le vi de lejos. Pero fuera de eso le
aseguro que no hay mala intención en mí.
—Me
cuesta creerle. Me ha seguido hasta aquí, y baja las escaleras tras de mí. ¿Qué
quiere, dinero? Le advierto que no llevo. Pierde el tiempo.
—¡No
se altere hombre! También yo resido en este barrio. De hecho, no comprendo cómo
no hemos coincidido antes. Conocía a su madre ¿Sabe? Éramos buenos amigos.
—¡A
mi madre ni la nombre! ¿Quién se cree que es para hacerlo?
—No
se ponga así hombre. Ya le he dicho que nos unía una buena amistad. Nos
encontrábamos en el mercado, y antes de hacer la compra a veces tomábamos un café.
¡Qué pena que falleciera! y que estuviera sola cuando le llegó el momento.
—¿Que
insinúa? ¿Que tuve la culpa por no estar con ella, cuando cayó por la escalera?
—¡Líbreme
Dios de sugerir tal cosa! Solo quiero decir, que su madre me puso en
antecedentes de su comportamiento, en el que rechaza toda compañía, incluso la
de su madre. Que gusta de deambular por las calles y que se refugia en lugares
sombríos y apartados con la intención de estar solo.
—¿Qué
sabe de mí? De mis ilusiones rotas, de las burlas. Del cruel rechazo. Jamás he
tenido un cariño, ni un amigo. Las mujeres han huido siempre de mí, como si
representase al mismo diablo. Cuando alguien se me acerca, pienso que lo que
busca no es confraternizar precisamente.
—Pues
conmigo se equivoca. Le prometí a su madre que cuidaría de usted, y muy mal nos
tiene que ir para que no cumpla mi promesa. Escuche, los dos estamos solos, y
no es buena la soledad. Le ofrezco mi mano. Con mi ayuda aprenderá a confiar. ¡Y
no me mire así hombre, que no me asusta! Sé que tras esa mirada que puede
parecer fiera, se esconde tristeza y amargura.
Auri
Conmovedor. La soledad a veces persigue a las personas que no son afortunadas con su físico, como si los guapos lo fueran por méritos propios. Pero es cierto que hay personas que provocan rechazo. Nuestra querida poeta, en este breve relato, ha sabido plasmar una realidad, que aunque la rechacemos, está afincada en las mentes humanas.
ResponderEliminarprecioso relato Auri.
Gracias por compartir con nosotros esas reflexiones acertadas que siempre nos hacen pensar.
Auri, un relato crudo y descriptivo... de soledades e incomprensiones.
ResponderEliminarPero muy bien rematado con la bondad humana, que siempre aparece cuando no la esperas...
Enhorabuena!