SALVESE QUIEN PUEDA
Desilusión pensó Salvador, des-ilusión, sin ilusión, adiós ilusión.
Palpó las llaves en el bolsillo del tejano. Estaban. No descolgó el
abrigo del perchero. ¿Para qué? Miró en
el espejo su camisa de cuadros y la saludó con la mano. Cerró la puerta y no le
puso llave, la dejó colgando de la cerradura, balanceándose impertinente del
lado de afuera.
Salvador sabía lo que hacía, pero no siempre lo había sabido.
Salió con calma de la portería, dejando atrás el segundo primera, con
su hipoteca pendiente y echó una ojeada al buzón, rebosante de cartas. Dio
vuelta a la esquina pensando en el coche: un turismo rojo, cero kilómetros, dos
puertas, deportivo, techo de vinilo, descapotable, llantas de aluminio, aire acondicionado,
doble airbag, que le daba la espalda, en hilera, desde un rincón tranquilo
junto a un vado.
No se había olvidado el radiocasete en casa. Lo llevaba en la mano
como un trofeo ajeno. Dejó caer los párpados y hurgó en el bolsillo. No
terminaría de pagar las cuotas del coche. ¿Para qué? Hizo sonar las llaves
antes de abrirlo. Lo abrió. No tiró la cazadora como al descuido al asiento
trasero, porque no la llevaba. Ayer se la había dado a un muchacho: treinta
años, tejanos, zapatos grisáceos, camisa de cuadros, sin reloj, sin afeitar,
con cara de frío, agujeros en las suelas, que olía a cebollas y llevaba un par
de periódicos en la mano, con pretensión de vendérselos. En cambio se acomodó detrás del volante,
colocó el radiocasete en su sitio y no se puso los guantes de cuero que le
dejaban los dedos al aire. Inútiles, pensó. Encendió el motor y el movimiento,
como otras veces, le removió la sangre. Tenía sueño. Llevaba días sin atender
el teléfono y el contestador, había distribuido por el piso la voz del jefe
reclamando su presencia, la presentación de la baja, amenazando con diferentes
sanciones, con llamar a la policía, con voz preocupada, ante la posibilidad de
catástrofe, suicidio o enfermedad incurable y también la voz de Irene, que
había suplicado mimosa, desgarrada, congelada hasta el adiós definitivo. Al
menos lo había afirmado en el mensaje
antes a una voz también femenina, pero desconocida, que había gravado con nitidez “que te
follen”.
Dio marcha atrás, sin rozar la furgoneta blanca, que controlaba desde
el retrovisor y salió del vado que tenía delante. Sin mirar la hora, se quitó
el reloj y lo oyó caer con ruido metálico por la ventanilla abierta. De la
guantera sacó un cassette de procedencia desconocida, con una morena de ojos
ocultos y sonrisa de morder manzanas, que ocupaba toda la cubierta. Lo metió en
la ranura y puso el volumen al máximo.
No frenó en la esquina, ni miró a los lados. No respetó el stop de la
esquina siguiente, ni de la siguiente. Pero al llegar a la Rambla, le favoreció
el semáforo y dobló con desgana. El juego no era ése. Había prometido no detenerse ante nada y el verde quiso
facilitarle las cosas.
La voz de la morena chillaba “...no soy ninguna muñeca, de ojos
vidriosos...” y él continuó conduciendo a buena velocidad, sin escucharla y sin
mirar a los lados ni al velocímetro.
Frenó delante de la Iglesia de los dos ángeles arrodillados, cuyas
escaleras nunca había subido y cuya puerta nunca había traspasado. Aparcó justo
enfrente, con la suerte del
principiante. Comprobó que el volumen del cassette estuviera al máximo, para
que la gente que paseaba pudiera disfrutar la voz de la morena de ojos ocultos
y sonrisa de morder manzanas. Bajó sin dar un portazo, ni apagar el motor. Se
agachó para dar una última mirada al interior del coche, sin preocuparse si se
olvidaba alguna cosa. Los guantes impúdicos, estaban juntos en la luneta
delantera. Inútiles pensó, pateando por instinto, la consistencia de una rueda.
Recordó la llave balanceándose en el exterior de la puerta de su piso,
el segundo primera. Imaginó las cartas del banco goteando hasta rebalsar el
buzón, las voces del jefe y de Irene dando vueltas juntas en el contestador.
Llegó a la esquina, adivinando un futuro de camisa sucia y agujeros en las
suelas de los zapatos; la barba buscando la luz natural y artificial, un cierto
olor a cebollas, la espalda contra la pared, el frío que viene de atrás, el frío que viene de
abajo, las piernas recogidas detrás de una cajita de cartón, provista por algún
container y un cartel que entretendría sus manos, durante la espera diciendo:
SALVESE
QUIEN PUEDA
Ana
de la Arena
Marzo-2000
Ana, hoy, en un día festivo, cuando la gente, antes de esta crisis se dedicaba a reforzar su fe, o su folclore, cada loco con su tema. Tú nos traes un problema que ocupa mucho, y que no muchos dedican la suficiente atención. Los sin techo también son una parte de la sociedad. Cuántas veces me he preguntado, ¿cómo se llega al cielo como techo? Imagino que de mil maneras, pero no hay respuestas, los ves y ya está. Tú nos muestras el principio de todo, con frases tan acertadas, tan bien encadenadas. Esa gracia de tu pluma, ese acento musical, que tú conservas y que no hace falta que cambies ni un punto, ni una coma. Tus cuentos y tus poemas, son importados de una tierra de cultura rica. Tú con tu originalidad nos muestras calles de tu tierra, historias con raíz y peso.
ResponderEliminarSolo decirte, que me ha encantado el cuento, y que estoy contenta de tu amistad.